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En 1966 el poeta mexicano Octavio Paz publicó una antología de ensayos sobre literatura y arte. Con mucho acierto, el poeta decidió servirse de (y contorsionar) la sabiduría popular para intitular su libro con un dicho: Puertas al campo. Empecemos diciendo, pues, que no se pueden poner vallas al campo y, a duras penas, puertas. ¡Ni puertas ni vallas para el campo o para el arte!

 

No se puede porque el paisaje y el arte son infinitos —se puede entrar por innumerables puertas. Arte y paisaje son, en realidad, todo puertas: una enorme puerta infinita. Limitarlos es una tarea imposible, pues uno y otro son entidades siempre vivas —¡y tienen espíritu de culebra! Así que, ¿por qué insistir en ponerles vallas, ponerles jaulas, ponerles marcos? ¿Por qué detenerlos, fijarlos y decidir de dónde vienen y hacia dónde van de una vez por todas?

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De un mismo modo, me pregunto: ¿es una relatoría otra forma más de arresto y de decisión desde fuera? ¿Debemos ponerle este marco al Festival Paisaje?


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Para responder a todas estas preguntas, hay que aclarar que esta relatoría no prende ser más que, en realidad, una antología. Esta relatoría quiere, como pide Gertrude Stein (con quien pasearemos más adelante), «decirlo con flores». Y es que una antología no es más que eso en su sentido más estricto: una colección de flores (ἄνθος, flores), o incluso hablar (λóγος) con flores.

Abiertas, por abrir o aún por germinar, esta relatoría no es más que una antología de las flores que me encontré en el Paisaje de Villamalea. Antología de recuerdos, de reflexiones, de emociones, de deseos, de futuros...

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Entonces, ¿cómo esta antología puede escapar al hecho de que todo relato, todo marco, no deja de constatar un abismo insalvable entre ese momento, ese evento singular y su documentación, su rememoración, su cuento? ¿Cómo evitar que este documento, esta antología, no sea «la vida misma sino una máscara mortuoria de la vida», como decía un célebre teórico del arte?

Empezando por decirlo con flores. Pensar los marcos como una invitación, un buqué inesperado, como lo hacía el pintor belga René Magritte. El artista enmarcaba el paisaje, no para limitarlo sino, al contrario, para extenderlo y para poder ir más allá  de él —soñar con él, viajar incluso a través de su paisaje. Desde su paisaje imaginado hasta su paisaje real.

Los marcos, los relatos, estas flores, son también puentes entre tiempos, entre las estaciones del Paisaje, del verano al invierno y viceversa. Pasajes para revisar lo pasado —quizás con otros ojos, de otra manera.
Así, este marco de flores, pretende mirar hacia el Festival Paisaje tratando de fijarse con lo que pasó, lo que pensamos que pasaría, lo que ocurrió sin pensarlo y lo que (no) estaba (más que) en nuestro deseo, pero que también forma parte del paisaje, como La Bella cautiva de Magritte.

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[El archivo, el relato] no consiste solamente en recuerdos registrados, sino que también incluye proyectos y planes dirigidos no hacia el pasado, sino hacia el futuro. El archivo de formas pasadas de la vida puede convertirse, en cualquier momento, en un plano para el futuro.

 

Groys, Boris. (2014). Volverse público.

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Flores que crecen sólo por la fe que se tiene en ellas, flores plantadas hace mucho tiempo, flores para mañana, flores tuyas, flores nuestras, flores que aún están buscando el cobijo para abrirse, flores imaginarias, flores que dan voz, flores que bailan con los cuerpos, flores que pinchan y flores difíciles.

 

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La escritora estadounidense Gertrude Stein dedicó toda su carrera artística a imaginar cómo se podían escribir los paisajes y cómo hacer paisajes con las palabras. Para la autora las obras deberían ser paisajes. Eso pasa, en primer lugar, por entender que ante el paisaje, al ser éste ilimitado, no podemos trazar una frontera entre mirarlo y estar dentro de él. Ante un paisaje estamos siendo parte, estamos participando siempre. Y así se emborronan los límites entre lo que debería formar parte de una obra y nosotros mismos: en el paisaje vemos la obra y participamos de ella.

Así, en Paisaje, surge una y otra vez la pregunta: ¿qué era lo importante: la obra o nosotros? ¿el pueblo o la danza?

Ante todo, la grandeza del Festival Paisaje fue precisamente tratar de convertirse él mismo en paisaje, teniendo en cuenta que en todo paisaje el que mira también lo es —sólo hay que moverse un poquito, desplazarse un poco para darse cuenta.

 

En su texto «Coreografías», el filósofo Jacques Derrida formula con precisión lo ocurrido en el Festival: «La danza más inocente … cambia de lugar, sobre todo cambia los lugares. Tras su paso, ya no se reconocen los lugares». Se entiende: los lugares asignados: aquí, el pueblo, el público, nosotros, allá, la obra, los bailarines, los otros. Así, el Festival empezó a mover (y seguramente sigue haciéndolo) los lugares de cada cosa, de cada uno y en última instancia, el lugar mismo, Villamalea.

 

Por eso es imposible limitar esta relatoría al que, desde fuera, se podría pensar que es el Festival: las tardes del 30 y 31 de julio de 2022 y los espectáculos de Volmir Cordeiro, La Macana, Fil D'Arena, Premoh's Cru, PersonajePersonaje y Joaquín Collado. Ni tan sólo nos acercamos si incluimos el Club de Espectadores, donde participaron lxs artistas, además de Tena Busquets (directora del Festival Sismògraf de Olot) y Margarida Troguet (gestora cultural). De hecho, quizás se acerque más al paisaje que estábamos tejiendo, si desterramos el concepto de espectador y pensamos en el festival como una gran red de actores, de participantes, cada uno aportando al festival con su mirada, su imaginación, sus palabras y sus danzas. Sin buscarlo y a veces sin saberlo. Quizás era eso lo que Roberto Esposito quería decir cuando remarcó que la palabra comunidad venía del vínculo entre personas que, a veces sin saberlo, dan, reciben, intercambian y se transforman al hacerlo.


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En contra de los espacios en los que ya está aparentemente todo construido, en los que difícilmente va a pasar nada que rompa las reglas que lo regulan, este no saber del público es lo que hace que pueda seguir siendo algo más que una representación, la apertura a un horizonte de posibilidades que está por hacerse y que solo podemos hacer nosotros, los que en ese momento estamos en ese lugar, desde este escenario de no coincidencia, de desidentificación con nosotros mismos … Esto implica una continua recreación de ese ser en común. Por eso es importante mantener un grado de no saber qué estamos realmente haciendo.
 

Cornago, Óscar. (2015). Ensayos de teoría escénica.

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Ya desde el primer día, desde Colorete, colorado de PersonajePersonaje (¿o quizás esto venía de lejos, de una cuadrilla estrafalaria?) lo aparentemente conocido «se desvía» y se nos aparece otro. Incluso aquello que creíamos propio, incluso la misma herencia.

PersonajePersonaje nos enseñó a fracasar y a renunciar a aquello que aparentemente todos deseamos, a aquello que permanece intocable desde nuestros «antepasados». La travesti, sin darnos lo que creíamos (un buen cuento occidental), nos da algo aún más valioso: el derecho a la confusión, a confundir y a criticarlo todo. Y no nos hace esperar, no nos promete nada, nos pone a practicar y a «cambiar de piel», como las «culebras» y los «bichos raros».

 

Desde PersonajePersonaje hasta Volmir Cordeiro y el Club de Espectadores se va elaborando un continuo que gira alrededor de lo que Marina Garcés llama «imaginación crítica». Es decir, a «salir del si mismos» como decía Volmir Cordeiro en la primera sesión del Club y entenderse como un «paisaje de resonancias», como un «paraíso fiscal para imaginar y deconstruir las jerarquías ya dadas». Ese replanteamiento radical, ese extrañamiento propio es una acción ética y política, a las que lxs artistas nos invitan. He aquí el núcleo del Paisaje: la imaginacción colectiva con aquello que nos pertenece, con nuestra identidad propia y con aquello que nos fuga, con nuestro deseo de mover los lugares.

 

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Poder imaginar, por tanto, no es fabular sin límites, sino podernos situar sin miedo en los límites de lo conocido y de lo reconocido, tanto por uno mismo como por los sistemas legitimados para ello. Su actividad se mueve en el «entre» de las temporalidades, las disciplinas, los sujetos y las dimensiones de la vida social y cultural. La imaginación nos abre la puerta a los mundos y las temporalidades que no nos son propias. Por eso mismo, la imaginación crítica no es una vía de escape respecto a lo que hay, sino una exigencia ética y política de abrir los límites de las definiciones a la extrañeza que la constituye. Esto implica que para imaginar críticamente tenemos que poder hacernos extraños entre extraños, sin tener que pedir permiso para ser ni estar ya condenados a no ser. 

 

Garcés, Marina. (2022).

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No confundáis el cálculo y el cuidado de esta antología, de estas flores de papel plegado, con el paisaje mismo. No confundáis el paisaje y la máquina. 

A pesar de los meses de laboriosa preparación del equipo de producción (Laura, Vanessa, Damià) con organizadores, patrocinadores, impulsores y colaboradores, no os equivoquéis. No menospreciéis el papel de la fe en Paisaje. O quizás debería decir el paso-a-dos de la fe y la amenaza. La amenaza de lluvia que acechaba al pueblo más que nunca. Así lo demostraban todas las cabezas y todos los corazones en la primera sesión del Festival Paisaje, que de tanto en cuanto (o de reojo, o sin mirar) se dirigían hacia los nubarrones amenazadores que decidieron hacer su danza particular, yendo de un lado al otro del cielo, desde la tarde hasta el ocaso.
Aun así, es preciso no olvidar la apuesta fiduciaria del pueblo con el Paisaje, arriesgándose a mojarse, a tener que suspender el festival en cualquier momento. No hay que olvidar cómo el deseo mantuvo las nubes a raya hasta el último segundo de la última actuación. Y entonces empezó a llover, y el público bajó hasta la escena y se marchó, bailando, mojándose, celebrando que el deseo colectivo lo puede todo, hasta lo imposible.

 

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El paisaje que pintaba el festival nunca fue, claramente, un paisaje homogéneo. Era un paisaje de paisajes. Una oportunidad de conocer otros lugares y también de revisar el lugar de cada uno desde otras posiciones. Así, pieza tras pieza, actividad tras actividad, se fue articulando una dinámica que interrogaba (y quizás deconstruía) la díada: centro-periferia.

Por un lado, el Festival ya nació con esa voluntad: trastocar las lógicas culturales que sustentan fronteras entre los distintos centros y las muchas periferias. Entre la cultura de la capital y la cultura del interior, entre los Nortes y los Sures, entre la mal llamada «alta» cultura y la cultura popular, entre la cultura de los ancianos y la cultura de los jóvenes y niños, entre lo cómico y lo trágico, entre «esto es de aquí» y «aquello de allá».

Es desde este paisaje periférico que podemos centrifugar las categorías y los lugares asignados. Sólo así se demuestra que las fronteras se equivocan siempre y que hay otras formas de imaginar aquello que nos une y las formas de relatarnos —y de lidiar con los relatos.

Tímidamente, el Festival Paisaje abre vías para imaginar otras formas de ser en común y de cultura comunitaria. Para escapar de aquello de que nos avisaba Paul B. Preciado: que lo comunitario sea lo co-inmunitario, es decir, un grupo protegiéndose de lo diferente, de lo desconocido, del otro.
Trastocar ese binomio es abrir la comunidad y declarar que lo otro también somos nosotros. Entrar en diálogo, poniendo en valor aquello que hemos sido y que nos sostiene, con aquello otro que quizás nos impulsará hacia delante.

A eso contribuían las piezas de Fil D’Arena y Volmir Cordeiro. Las primeras nos presentaron una pieza que nace «del dolor de tener que salir de casa», segun sus creadoras, y nos muestra una miríada de formas de la migración. Nos confrontan con la tragedia de no tener lugar, con haber sido expropiados de todo lugar y no encontrar nada más que rechazo y expulsión.

Outrar de Volmir Cordeiro también nos presenta una complicación del lugar. Por un lado, Cordeiro ocupa el lugar de Lia Rodrigues —artista a quien se le encargó una pieza que no pudo realizar al estar confinada en un lugar concreto: Brasil durante el confinamiento y el cierre de fronteras. Cordeiro, desde el Norte, desde París, revisita Brasil, el lugar donde nació y se empeña en Outrar. Es decir, se empeña a  vestirse de todos los otros que conforman el imaginario sobre el Brasil, en una especie de carnaval de figuras alternativas: aquellas que reconocemos, aquellas que desconocemos, aquellas que les imponemos, aquellas que les persiguen, aquellas que no quieren ser, aquellas que desean. Un embrollo de capas de ropa, de avatares y resonancias, que se plantean también como «superficie de proyección y de conexiones», según Cordeiro. 

 

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Lucha en atravesar fronteras, cambiar de piel y emborronar las jerarquías, PersonajePersonaje intercambia su ropa con una maravillosa señora de la primera fila. ¿Cómo rubricar más elegantemente que las periferias se mueven, se entienden, se cuidan y nos permiten seguir trastocando las estructuras dadas?

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No sólo atravesamos fronteras con Fil D’Arena y Volmir Cordeiro, también atravesamos y emborronamos las fronteras de los géneros,  de los sexos y de la tradición. 

Joaquín retorna al baile deportivo. Retorna pero diferente. Nos propone un juego: confundir los géneros. Los géneros, primeramente, de los bailes de salón y nos hila el vals, el chachachá, la salsa... Nos confunde también los roles de género, oscilando de una posición a otra, del que inicia el movimiento al que lo sigue. Retorna a su lugar, con su antigua profesora de baile, pero cambiado (siendo Antes, quizás Antes Collado); vuelve y también da a ver su devolución, su agradecimiento: la tradición, aquello a lo que estábamos acostumbrados y que nos precede, también se puede declinar de otras formas.

Gesto hermanado con la propuesta de Premohs Cru que nos permiten repensar cómo lo tradicional, cómo lo propio puede abrirse a lo contemporáneo y a lo global. Su pieza nos propone una revisión del flamenco —que, en sí, ya está hecho de mestizajes y cruzamientos de fronteras— en clave urbana y nos arrebatan en nuestros asientos justo antes del arrebato último —la lluvia solística, la «participación de la climatología» como dijo alguien al terminar.
Este final de festival, con Premohs Cru y Joaquín Collado, contribuye a elaborar una cuestión fundamental de esta edición: ¿cómo nos relacionamos con los padres? ¿cómo nos relacionamos sanamente, creativamente con lo dado, con nuestra tradición? ¡Y cómo hacerlo entre todos!

Así podemos entender la danza colectiva del final del festival, ¡Ay mamá!, dedicado a las madres —aunque también a todo aquello que hemos heredado y nos es familiar: la lengua materna, el cuerpo materno, el paisaje materno.

Propongo la noción de coreopolítica como la formación de planes colectivos que emerjan en los bordes entre una creatividad abierta, una iniciativa atrevida y una repetición persistente —incluso testaruda— del deseo de vivir más allá de la conformidad vigilada. Moverse políticamente se afirma en la necesidad de recordarse, diariamente, que aquello que el mover logra y trae al mundo en cualquier momento será siempre provisional e incompleto. De ahí la necesidad de comenzar de nuevo, de insistir, a pesar de todo, en el reto urgente que nos plantea ese «aún no» infinito. Aún no, aún no.  Una y otra vez. Otra cosa sería conformidad.

 

Lepecki, André. (2015). «Coreopolicía y coreopolítica: o la tarea del bailarín»

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De eso trata y reflexiona Pink Unicorns de La Macana: una pieza sobre cómo pensar la relación padre-hijo (e hijo-padre). La Macana nos invita a derribar las distancias y los muros que frecuentan la relación padre-hijo, mostrándonos cuán compleja y difícil es esta relación. Lejos de ser un mito o una fantasía, como los unicornios rosas, La Macana nos enseña que es posible otra relación, incorporando y  asumiendo lo dado, pero también ofreciendo la posibilidad de cambiar, de renegociar toda dinámica, siempre que sea a través de la pasión, del respeto y del cuidado. Así, desde la horizontalidad y asumiendo lo mejor de las diferencias y lo mejor de las coincidencias, Pink Unicorns nos invita a elaborar y perdonar el daño que nos hacemos por intimidad y nos deja una lista de promesas, de pactos, de renegociaciones para cada uno y colectivamente asumir y transformar nuestra propia tradición.

 

Tras su paso, la danza cambia sobre todo los lugares, escribía el filósofo. Y esa es la pregunta: ¿qué queda —qué semillas o qué esporas durmientes— de Paisaje en el paisaje guijoso, en las calles, en la escuela, en las casas? ¿Qué resta —qué resto cantable diría un poeta— impregnado en los lugares por donde pasó la danza, por donde hablamos de danza, por donde soñamos en ella? Quizás no quede nada visible —nada parecido a las marcas de los Quintos o a su lema en la fachada de la Iglesia—, quizás sólo quede algo por detrás del rabillo del ojo. Quizás solo quede otra mirada, otra forma de ver.  

En primer lugar, otra de forma de ver danza. Dejarla de ver como la hermana extranjera de las artes. Abrazando lo discutido en la segunda sesión del Club que «se adelanten los sentimientos a la comprensión». Entender, antes de todo, como apuntó Caterina de La Macana, que la danza es una experiencia para un público, una invitación a otro mundo, a soñar en otros cuerpos, en otros formas de relacionarnos, de estar juntos, de estar presentes. Y así escuchar como la danza canta, susurra o grita: ¡acompáñame! y no ¡entiéndeme! Pues la danza no reclama expertos, no busca psicoanalistas ni anatomistas, busca partenaires, parejas de baile en sus cambios de cuerpos y de lugares. Jorge Luis Marzo apuesta por sustituir los ‘espectadores’ por ‘usuarios’, participantes, aunque quizás sería más acurado decir ‘co/i/nspiradores’ «habituados a comprender que el significado final de las obras de arte se produce finalmente en su propia capacidad de los diferentes elementos: que se encuentra ante la obra abierta». 

Siempre hay algo reptando en la hierba, trazo o serpiente; siempre hay algo estrellándose en el paisaje, dios o soldado: suspense del qué y del quién. Le tocará a la mirada tantear todo aquello que, eclipsándose, sabe tentarla; es más, todo cuanto la contagia: aflorar (…) [La danza], en el misterio de una evidencia solo momentánea, aflora solo para hundirse en el imaginario del espectador, que le dará mil nombres de fantasía. 

 

Fratini, Roberto. (2011) A contracuento.

 

Y también queda, por ende, otra forma de mirar más allá de la danza: otra forma de ver el mundo y de reconocer a los otros y a nosotros mismos. Reconocerle al mundo aquello que le permitimos a la danza, las mismas preguntas e interrogaciones: ¿qué repta cerca de Los Cárceles? ¿por qué se mueve diferente a mí? ¿cómo danzar en la noche, en el miedo, con tu padre, con el ritmo, con el vecino, con duende, con dudas? ¿cómo lanzarme, más allá de hacerlo bien o mal? ¿cómo permitirle a la vida que se la entienda más como la danza —tal como la describía La Macana, es decir, como un juego. Pues «jugar, decían, es estar comprometido con el otro». Es mirar de frente la vida y avanzar juntos, compenetrándose, hacia algún lugar diferente —o, sencillamente, hacia un nosotros mejor, un nosotros que baila.

Oriol López

La condicion humana 1935.png

La bella cautiva (1931)

La condición humana (1935)

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